Prólogo y primer capítulo de «El viaje de la mariposa»

viaje-mariposa-prologo-primer-capitulo

 

Aquí os dejo el prólogo y el primer capítulo de El viaje de la mariposa, la primera novela de la serie Descubrimientos. Espero que os guste y os den ganas de seguir leyendo. 

Prólogo

Hay un momento en la vida que todo cambia. El camino que tenías completamente diseñado estalla por los aires en un abrir y cerrar de ojos. Tu vida, aquella que decidiste o como en mi caso, que alguien decidió por mí, cambia el día en el que te das cuenta de que todo lo que habías vivido hasta ese momento es una gran mentira. 
Hubo un día en esa semana siguiente a mi vigésimo segundo cumpleaños que mi mundo descarriló y no pude seguir con ello. Lo que descubrí cambió mi perspectiva, ya no veía las cosas de la misma manera, ya no quería seguir con lo establecido. Quería intentar algo distinto. Y quería hacerlo por mi cuenta, eso era lo más importante. Ese día empecé un viaje que nunca olvidaré, uno de esos que te cambian la vida, de esos que hacen que despiertes, abras los ojos y sueñes con volar muy alto. Uno que pensaba recorrer sola, pero que, como he aprendido estas semanas, es mejor no planear mucho las cosas. Lo mejor es seguirle la corriente al destino, que siempre está preparado para trastocarlo todo. 
Como ese compañero de viaje inesperado que me regaló y que ahora recuerdo de manera agridulce.
Nunca creí que las personas a las que más he querido en toda mi vida pudieran traicionarme de esta manera. Mi familia. Ellos, que se supone que siempre deberían protegerme, quererme e ir con la verdad por delante. O al menos eso creía hasta ese día de mi cumpleaños, que me quedó muy claro que no siempre ha sido así. 
De repente un día, por una simple casualidad, encuentras una fotografía y…
TODO cambia.

Capítulo 1. La fotografía


Lucía

15 de mayo de 2018. Actualidad.

Hay veces en las que los cambios se van tejiendo durante días y otras en las que un solo segundo puede dar un giro de ciento ochenta grados y tirar por tierra toda una vida. En mi caso fue más bien como esa segunda opción. Lo peor de todo es que el detonante de ese cambio fue una casualidad. Nunca me había considerado una persona que creyera en el destino, algo que nos mueve y que nos hace ver cosas o vivir experiencias porque son las que tenemos predestinadas, algo que mueve los hilos para que hagas lo que tienes que hacer y encuentres lo que tienes que encontrar. 
Nunca había creído en el destino hasta el pasado ocho de mayo. Era mi cumpleaños, cumplía veintidós años y mi madre había convertido nuestra casa en la tradicional búsqueda del tesoro. Cada año esconde mi regalo en un sitio distinto dentro de casa y deja pistas aquí y allá hasta que doy con él. Es una tradición que tenemos desde que tengo uso de razón y que siempre me ha encantado, pero lo que he encontrado este año cambiará mi vida para siempre y no sé si «encantarme» es la palabra adecuada para describirlo.
En los últimos siete días he pensado muchas veces que igual habría sido mejor no encontrar esa foto, haber seguido viviendo mi vida en la ignorancia, me habría evitado tanto rencor, ira y enfado. Ahora estaría tranquilamente estudiando para mis exámenes finales de Derecho o pasando el rato con Chloe, que después de la falsa alarma de hace dos semanas todavía tiene los nervios de punta. 
Pero ya no hay vuelta atrás, esta mañana he tomado la primera decisión de mi vida: buscar la verdad, mi verdad. Y por eso estoy sentada en este tren con destino a Barcelona, donde espero encontrar algunas respuestas sobre quién soy.
Cuando digo que es la primera decisión que tomo por mí misma no exagero, nunca antes me habían dejado tomar ninguna. Desde siempre he tenido que oír: «Lucía tienes que hacer ballet, Lucía tienes que estudiar inglés, Lucía tienes que hacer la carrera de Derecho como tu padre, Lucía esta es Chloe, tu mejor amiga a partir de ahora…» podría seguir eternamente pero igual sería demasiado patético hasta para mí. Y lo he aceptado porque soy una chica conformista, todo el mundo lo sabe. No me gusta discutir y si mis padres, mis profesores o mis amigas creen que algo es lo mejor para mí, pues lo hago. No soy alguien quejica ni alguien que no agradece lo que le dan, a pesar de que podría serlo, por ser la hija mayor de una familia adinerada. Mi padre es uno de los socios mayoritarios de uno de los bufetes más importantes de Madrid y mi madre es la decana de una de las universidades más antiguas y prestigiosas de la misma ciudad. Dos cargos importantes y respetables y claro, desde que nací se ha esperado que yo siguiera sus pasos. 
Siempre me he preguntado qué pasaría si algún día les hubiera dicho que no a algo. Si algún día hubiera aprendido siquiera a pronunciar esa negativa palabra. Cómo habría cambiado mi vida si hubiera decidido cómo vivirla y no me hubiera venido impuesta. Sería alguien más libre, más independiente, y sin duda, más fuerte.
De todas las personas que tengo en mi vida ahora mismo Chloe es la que más me conoce. Ella es la única persona que nunca me ha mentido y que lamento dejar atrás. Pero no puedo hablar con ella en este momento, seguro que será la primera persona a la que mis padres preguntarán dónde demonios me he metido y no quiero que me encuentren. Por lo menos, no todavía.
Son las nueve y cuarto del quince de mayo y debería estar empezando el primero de mis últimos exámenes de cuarto de Derecho y en vez de eso estoy en la estación de Atocha, sentada en el cómodo asiento 5A del AVE que está esperando para salir hacia Barcelona. Faltan quince minutos para que arranque y para ser sincera conmigo misma estoy bastante intranquila, por no decir asustada. Llevo planeando este día casi una semana entera y ahora que ha llegado el momento, estoy… nerviosa. Si no lo estuviera eso me haría parecer más un robot o una enorme roca sin sentimientos y a pesar de que apenas los he usado, mis sentimientos digo, nunca han dejado de estar ahí, bajo la superficie. Mi estómago está alterado y se me encoge cada vez que pienso que esta mañana he tomado la mochila más grande que tengo con unas cuántas mudas, mi portátil, un sobre con dinero, la foto y… me he ido. 
Me he ido de casa. 
Aún no me lo puedo creer. 
He sacado todos mis ahorros de la cuenta. No son muchos, pero creo que me puede llegar para estar un tiempo alojándome en sitios baratos y comiendo cualquier cosa. Mejor en efectivo que ir tirando de tarjeta, no quiero que sepan dónde estoy. No me gustaría que mi padre recurriera a sus contactos y descubriera dónde me encuentro. Estarían a mi lado en menos de un segundo.
Pero nadie se ha enterado de nada. Todos creen que me he levantado y me he ido a la facultad como cada mañana, porque eso es lo que ha parecido y lo que les he hecho creer. Pero desde que descubrí la foto la semana pasada no me he podido concentrar en nada más que no fuera esa pequeña imagen.
¿Cómo una simple foto puede cambiarte la vida? En menos de un segundo estás feliz y contenta siguiendo las pistas que te ha dejado tu madre para encontrar tu regalo: un móvil nuevo, un vestido o cualquier otra cosa que no necesito para nada, pero que a ella le hace tanta ilusión comprarme, cuando por un tirón inesperado encuentras algo que no deberías. Era mi segunda pista y decía algo así como «Donde tu madre guarda sus mayores tesoros», cuando lo leí, mis comisuras se elevaron hacia arriba porque ya sabía de qué se trataba. La cajita de música de mi madre; la tiene desde que se la regaló mi abuela cuando era una niña y es donde guarda muchas de sus joyas. Las más caras las tiene en la caja fuerte pero las que usa a diario o las que tienen un especial significado para ella, las atesora en esa cajita. Es un cofre muy bonito, de madera oscura y refinada, dibujos de flores en tonos dorados y en su interior una pequeña muñequita de ballet con la pierna estirada que da elegantes vueltas al son de una bonita melodía. Su fondo es de terciopelo rosa claro y contiene anillos, pulseras y otros recuerdos de mi abuela materna. 
Cuando la abrí ese día había algo inusual en ella, algo que esperaba con entusiasmo: mi siguiente pista. Era un papel verde manzana doblado una vez y cogido por el pie de la bailarina. Pero al intentar cogerlo, se me quedó un poco enganchado en el forro y al tirar más fuerte, uno de los extremos del delicado y antiguo terciopelo rosa se levantó por una esquina de la tapa. Al principio se me cortó un poco la respiración pensando que lo había roto. Eché la cabeza hacia atrás por si alguien me había visto, pero mi madre aún no había llegado a la habitación, yo había corrido más desde la cocina donde encontré mi primera pista. La respiración se me normalizó en un segundo y entonces volví mis ojos hacia la caja. 
Al principio no lo vi. Saqué la nota y la dejé sobre el tocador, a la derecha, pero cuando iba a apretar la suave tela contra la esquina para evitar que se viera mi pequeño estropicio vi algo negro debajo del rosa suave. Mis ojos se agrandaron y pasé la yema de mi dedo sobre esa pequeña superficie oscura para darme cuenta de que parecía un papel o una cartulina, escondida bajo el forro de la caja. Dudé unos instantes si llamar a mi madre y preguntarle si sabía que eso existía o estirar y descubrir lo que allí se ocultaba. Quizá era algo que mi abuela le hubiera escondido años atrás, al fin y al cabo, la búsqueda del tesoro era una tradición heredada de ella. Pero la curiosidad me pudo más que la sensatez, así que tiré un poco más y luego otro poco hasta descubrir lo que había debajo. 
Una fotografía. 
En ella aparecía una mujer morena con la piel pálida y dos bebés reposando en cada uno de sus brazos. La foto era en color y fue tomada sin duda en un hospital, la mujer estaba en una cama claramente hospitalaria y tanto las niñas como la madre tenían pulseritas blancas, esas típicas que les ponen a los pacientes cuando los internan. Me fijé en la mujer, la madre. Nunca en mi vida la había visto, pero me resultaba extrañamente familiar. Esa fue la primera sensación que me invadió cuando la miré con un poco de atención, «esa cara me suena», pensé. Tardé varios minutos en darme cuenta de que no es que la hubiera visto antes, es que me recordaba a alguien, a… mí misma. Esa mujer se parecía mucho a mí. ¿Cómo podía ser? ¿Acaso tenía una tía que no conocía y que me habían ocultado? ¿O era…? No. No podía estar pensando en eso. Un escalofrío me recorrió la espalda sin poder evitarlo y descarté ese pensamiento, era algo totalmente inconcebible. 
Decidí centrarme más en las pequeñas. Dos niñas completamente iguales. No debían tener en la foto más de unos días y ambas tenían los ojitos cerrados, durmiendo tranquilas junto a su madre. Llevaban ropa blanca y unas preciosas diademas rosas anudadas a sus cabecitas por unos lacitos del mismo color, que dejaban entrever algunos mechones de pelo oscuro. El corazón empezó a latirme fuerte y muy seguido al darme cuenta de una cosa y tuve que sentarme en la cama de mis padres para tranquilizarme. 
Esas diademas. Yo tenía una diadema de esas cuando era pequeña. 
Tengo una foto con mi madre enmarcada en mi mesita de noche de cuando yo tenía unos dos o tres meses, ella me tiene cogida de manera cariñosa y me da un beso en la frente y llevo en la cabeza una diadema exactamente igual a la que acababa de ver, era de esas elásticas que me sirvió durante bastante tiempo. Aparte de que me estaba dando cuenta de que se parecen mucho a mí, o por lo menos, a esa imagen de mí misma de cuando era pequeña. La cabeza me dio vueltas y la vista se me nubló. 
No puede ser. No puede ser. 
Es lo único que podía pensar en ese momento, no podía creerme lo que estaba viendo. No podía creer que mis padres me hubieran mentido toda la vida y que esa mujer de la foto y esos bebés exactamente iguales que yo fueran parte de… mí. Toda la vida pensando que era un bicho raro y que no me parecía en nada a mi familia cobró sentido en un segundo. No me cabía en la cabeza, pero la verdad es que todo parecía encajar. No podía dejar de mirar la fotografía y tenía tal nudo en la garganta que estaba a punto de quedarme sin oxígeno.
En ese momento de tanta confusión y donde el enfado estaba empezando a brotar en mi interior fue cuando mi madre, Clara, abrió la puerta de su cuarto. 
Al alzar los ojos hasta ella vi cómo su mirada iba de mi mano a la caja y su aspecto empalidecía de manera muy evidente. Su cara siempre perfecta y sonrosada, estaba completamente blanca como si hubiera visto un fantasma y supongo que para ella así era. Mi verdadera madre y mi hermana gemela son fantasmas para ella, los ha enterrado para que yo no conociera mis verdaderos orígenes. Su cara fue la confirmación que necesitaba.
—Lucía, deja que te explique…
—¿Ahora? —Una risa nerviosa brotó por mi boca e hice una mueca—. Ahora quieres explicarme algo… —Me levanté sin querer estar más tiempo con ella en la habitación. Su palidez confirmaba mi gran revelación.
—Cariño, espera… no te marches así. No es fácil, no sabíamos cómo contártelo…
—¿No es fácil? Claro, veintidós años mintiendo no tienen que ser fáciles para nadie, habéis tenido mucho tiempo para contarme la verdad.
—Luci, no queríamos perderte. —Mientras me hablaba se le quebró la voz y unas lágrimas le resbalaron por la cara, creo que nunca había visto a mi madre llorar—. Te lo íbamos a contar, pero no sabíamos cómo. Bueno, tu padre quería hacerlo cuando cumpliste la mayoría de edad, pero yo… yo tenía mucho miedo a tu reacción, a perderte. Eres mi pequeña…
Enterarse de que fuiste adoptada te puede dejar en estado de shock, pero enterarte también de que tienes una hermana idéntica por alguna parte, es… de locos. Esa parte es la peor de todas, ¿cómo pudieron separar a dos hermanas? ¿Cómo podían haberme ocultado su existencia?
Las lágrimas me corrían por la cara sin ni siquiera darme cuenta. No sabía dónde mirar ni qué decir. Mi vida tal y como la conocía era una completa mentira. Tenía que salir de allí y pensar en todo. No podía aguantar un minuto más en ese lugar. Corrí hacia la puerta y, aunque mi madre intentó pararme, mi determinación fue más rápida que ella. Crucé el umbral de nuestra casa y me perdí por las calles de la inmensa ciudad donde vivíamos.

¡Hazte con él! 



¿Qué os parece?
¿Tenéis ganas de saber más?