Prólogo y primer capítulo de El renacer de las olas

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Aquí os dejo el prólogo y el primer capítulo de El renacer de las olas, la segunda novela de la serie Descubrimientos. Espero que os guste y os den ganas de seguir leyendo. 

Prólogo

Paula

Hace unos años leí una frase de Vincent Van Gogh que decía así: «Sueño mi pintura y luego pinto mi sueño». Esas pocas palabras me marcaron mucho porque, cuando las leí, tenía una obsesión importante con el estilo del pintor holandés. En ese momento creí que se identificaba conmigo en el sentido más literal. Me iba a la cama y soñaba con trazos, con colores; con cuadros que algún día pintaría y con los que lograría convertirme en artista. Y luego, por la mañana, me ponía frente a un lienzo en blanco e intentaba plasmar todo lo que tenía dentro de mi cabeza.
Pero nada de eso me identifica ahora. 
En este momento estoy seca. Hueca. Vacía.
Ya no hay sueño que pintar ni pintura en mis sueños. Ya no hay nada. Mi mundo se ha venido abajo de nuevo y no tengo ideas que plasmar en el lienzo. No quiero hablar con nadie, no quiero ver a nadie. Quiero que me dejen sola con todo esto que siento. 
Desde que era pequeña tuve el sueño de convertirme en artista. De transmitir con unas pocas pinceladas esa esencia que todos tenemos en nuestro interior y que nos hace ser quién somos. 
Pero ¿cómo puedes seguir luchando por lo que siempre quisiste cuando ya no te quedan fuerzas? 


Capítulo 1. Maldita lluvia

Paula
31 de agosto de 2018

Maldita lluvia. 
Ese es el primer recuerdo que tengo de Londres. Las infinitas gotas heladas que me bañaron entera cuando salí de la estación de Leicester Square aquel último día de agosto. Subí los escalones de la estación con dificultad porque la maleta que había traído pesaba más que yo misma. La mochila roja de mi espalda no se quedaba atrás. Había intentado controlarme mucho y llevar las cosas imprescindibles… pero nadie en su sano juicio se atrevería a venir a esta ciudad a estudiar arte y no traerse el mejor juego de pinceles que tuviera. 
Aunque en ese momento mi espalda estuviese sufriendo por el exceso de equipaje.
Bajo la primera marquesina que encontré estiré mi espalda agarrotada por las horas de viaje y los horribles transbordos. Me refugié un momento porque no quería acabar calada hasta los huesos el primer día. Sería una putada caer enferma nada más aterrizar en tierras británicas. Con lo que me había costado llegar hasta ahí. Sobre todo, dejando sola a mi abuela Roser, eso es lo que, sin duda, llevé peor de iniciar toda esa nueva aventura.
Miré mi móvil y marqué su número. Le prometí que llamarla sería lo primero que haría:
—¡Abuela! Ya estoy en Londres. 
—¿Cómo ha ido el viaje? ¿Es bonito aquello?
—Aún no he visto mucho, pero de momento me parece todo muy gris. Está lloviendo.
—Oh, vaya… Con lo que te gusta a ti la lluvia… —dijo con ironía.
—Sí, menuda mierda. 
—Bueno, seguro que para enseguida. ¿Has llegado a la casa?
—No, ahora voy hacia allí. Deséame suerte, abuela, porque la voy a necesitar.
—Mucha suerte, mi nenita.
Nos despedimos y volví a mirar el móvil para ver hacia qué lado de la calle tenía que dirigirme. En el bolsillo de mi cazadora vaquera descansaba una postal de Londres, una de esas con una fotografía de una cabina roja y el Big Ben de fondo, como las que hay a patadas en las tiendas de suvenires y que no son muy originales, pero sí representativas de la ciudad. Una postal que «robé» en casa de Eva hace unas semanas y que hasta unos días atrás no sabía ni porqué lo había hecho. Mi GPS indicó que tenía que girar a la derecha y eso hice, intentando no mojarme más de lo necesario.
Cosa casi imposible. Maldita lluvia. La odio. 
No llevaba ni cinco minutos en la ciudad y ya estaba echando de menos el clima de mi pueblo. 
Anduve con brío sin perder mucho tiempo, limitándome a parar solo para seguir las indicaciones. En la postal había una dirección; la del tipo que la había enviado y el sitio hacia donde me dirigía en ese momento. Posiblemente en cuanto esa persona me viera en su puerta las cosas se iban a poner muy raras, pero era la única persona que «conocía» en esta ciudad. Si es que se puede conocer a alguien que has visto un puñado de días y con el que has intercambiado media docena de bufidos. Vale, he de reconocer que esos últimos fueron solo por mi parte.
Joder, esperaba que no me diera la patada nada más verme. Iba a estar bien jodida si lo hacía. No tenía otro sitio donde alojarme en ese momento y las clases empezaban en tres días, al siguiente lunes.
Por algo me han llamado siempre kamikaze. Nunca pienso las cosas lo suficiente. Hasta hace una semana no iba a venir, iba a renunciar a la beca que me habían concedido y me iba a quedar en Tossa con mi abuela. Pero entonces leí la primera carta que escribió Eva en su diario para Lucía y para mí y no pude dejar de pensar en sus palabras. ¿Y si estaba dejando pasar la mejor oportunidad que tendría de convertirme en lo que siempre había soñado? 
¿Me habría arrepentido toda la vida?
Estoy segura de que sí. 
Y ya dejé Bellas Artes cuando murieron mis padres. La cagué. Hay días que lo tenía más claro que otros. Debí seguir intentando conseguir mi sueño porque es el único que he tenido claro desde que tenía cuatro años y mi padre me compró aquel primer estuche de pinturas. Él siempre me contaba que mi madre se había enfadado mucho con él por hacerlo porque con lo traviesa que era desde que empecé a gatear, darme pintura era como darle munición a un ejército. Lo supo y lo sufrió. Los dos lo hicieron. 
Digamos que tuve una infancia muy colorida.
Pero mejor no desviarnos tanto del tema. A lo que iba. Al salir de la estación, anduve por las calles de ese barrio tan pintoresco y hasta ese día desconocido para mí: el Soho. Con sus casas bajas en ladrillo visto de diferentes tonos de marrón, ventanas blancas, pubs en cada calle y olor a lluvia. 
A maldita lluvia, como ya he dejado claro.
Seguí hasta la dirección que tenía apuntada y llegué a la calle Dean. Número 41. Me quedé mirando el edificio con el ceño ligeramente fruncido. Era un edificio de tres plantas estrecho y pintado de blanco. La pintura estaba vieja y descascarillada y no era el mejor de la calle, ni de lejos. Los dos que tenía a los lados eran de ladrillo lustroso y más altos; al lado de ellos, el 41 estaba pidiendo a gritos a una empresa de rehabilitación. Pero bajo los tres pisos estaba el verdadero motivo de mi ceño fruncido: un restaurante que se llamaba Ducksoup con toda su fachada pintada en azul marino. 
Sopa de pato.
Mira, no. Los patitos no se comen. Ni de coña. ¡Que nadie coma patitos delante de mí! Elijo veto. 
Estuve frente a la fachada varios minutos hasta que meneé la cabeza y me decidí a llamar al timbre del tercero B. Lo mejor de todo ese día es que, a parte de la maldita lluvia, tuve un rayito de suerte cuando una señora bien entrada en la cincuentena de larga cabellera rubia, ojos claros y vestido floreado, salió en ese momento del edificio aguantándome la puerta para que entrara sin haber llamado al timbre. Le dediqué mi mayor sonrisa de persona decente que pude encontrar tras las horas de cansancio y la abrió más para que pasara. Le di las gracias y cuando entré… enseguida me di cuenta de esa era toda suerte que iba a tener.
El edificio no tenía ascensor.
¿Para qué iba el universo a ponerme las cosas fáciles?
Yo solo quería llegar de una vez. Y, sobre todo, que me dejara quedarme. La odisea que había montado para que luego me mandara a la mierda… Eso sí que sería llevar el gafe a cuestas.
Sudé, maldije varias veces, pero al final llegué y llamé al timbre de la puerta de su piso. Esperé resoplando y con el corazón en un puño. Porque mira que en mis veintidós años he sido impulsiva e imprudente, pero lo de ese día… se llevaba la palma.
Se oyeron ruidos al otro lado de la puerta y aguanté la respiración mientras alguien giraba una llave y abría por fin. Lo que me encontré al otro lado era algo que ya había visto. Era algo que no me importaría ver más de una vez. Algo, mejor dicho, alguien, que abrió con el torso desnudo, únicamente unos vaqueros descoloridos a medio abrochar y descalzo. Y una cara de dibujo animado alucinado ante la que me costó la vida reprimir una carcajada. 
Nos quedamos en silencio uno frente al otro durante varios segundos hasta que por fin él abrió la boca.
—¿Paula?


¡Hazte con él! 



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